viernes, 14 de diciembre de 2012

Lectura de Vicente Gallego en las Jornadas "No hay Muerte para el que ama"








         Qué es la carne cuando no la sepultamos bajo el peso muerto de los conceptos? ¿Nos lo hemos preguntado alguna vez? ¿Hemos llegado acaso a tomar contacto con ella, con la nuestra y con la del otro, en el curso de ese abrazo donde estamos interponiendo entre piel y piel, entre hueso y hueso, la frontera de nuestros nombres -de ese puñado de letras-, y seguimos levantando la muralla con la paja de las opiniones acerca del que nos parece su propietario de pleno derecho? Algo muy puro y vivo está palpitando debajo de esos embozos con que cubrimos nuestros cuerpos -con que los delimitan nuestras ideas-, algo inmenso que a nadie pertenece, que no podrán nunca encerrar unos acomodaticios apellidos. La carne es un aroma, un tacto cierto, una temperatura extrema de la vida; la carne quema, se funde en el gozo de la carne porque es una y es la misma en el anciano y en el niño, en las hojas, en el agua de los ríos y en las piedras. La carne no tiene edad, el cuerpo universal no se hace viejo, porque está muriendo y renaciendo a cada instante. ¿Estáis ya con nosotros, en el interior de ese abrazo donde un mismo aliento nos anima? ¿Podéis sentir la tibieza de una sola sangre, de un solo escalofrío recorriendo este valle de lágrimas y rosas? Las duras costillas encajan suavemente, los pechos se levantan, se unen inspirando el aire del portento, y se hunden luego en su infinita ausencia al espirar con lentitud, permitiendo que los mundos se desvanezcan como el aire. ¿Hay algo fuera, separado de este abrazo, algo que no le pertenezca, una brizna de la vida o de la muerte? En el momento en que le quitamos al cuerpo la máscara del nombre -y parecerá mentira de tan notorio, de tan tangible como es-, estamos abrazando carne de nuestra carne, pues no hay manera de deslindar dónde termina una provincia y comienza la otra en este país igualitario del abrazo sincero. Ante él se han rendido las picas, los nombres, que con ser poca cosa, un ciego día pretendieron dividir al ser. Y si verdaderamente hemos puesto a los nombres en su sitio -que lo tienen, y muy hermoso, mientras no traten de ocupar el corazón de la vida y obligarlo a su régimen separativo-, si hemos metido en cintura a los nombres, vengan ahora a asistirnos para que podamos cantar que, en este abrazo, somos uno con todo lo nombrado. A esta profundidad del alma, en la pura epidermis del amor, del abrazo cósmico, los nombres trasparecen y el tacto infalible del conocimiento siente por primera vez lo que es el cuerpo: abrazados a su igual, los cuerpos se ensanchan para abarcar la entera humanidad, la carne una; los pies echan raíces en la tierra hasta tocar el centro del planeta; los cabellos se han prendido de las greñas plateadas de los astros; los vientos nos desatan, las aguas nos deslíen, el fuego nos toma la palabra, corremos con el potro, meditamos con la montaña, y no hay un solo átomo, un milímetro de mundo, que quede fuera de este abrazo. Lo que, siendo uno, no tiene nombre que le haga justicia, el cuerpo cósmico de la realidad, abre ahora nuevamente los brazos y se nos entrega como flor, como pájaro, como hombre, como tierra y como cielo, pero ya sin confundirnos. El pájaro no es pájaro, y es así en nuestra certeza el pájaro verdadero. Hemos olido la flor, y estábamos oliendo una de las diez mil corolas del alma. Hemos visto a los hombres, y no había más que uno en toda la extensión del universo: el hombre flor, la flor humana; el hombre tierra y cielo, abierto a los cuatro puntos cardinales y sin embargo reunido en sí, enteramente presente en cada hombre y en su final ausencia, en un grano de arena.
 

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