viernes, 14 de junio de 2013

"La Voz de la Naturaleza" Presentación de Dokushô Villalba por Vicente Gallego

 
A Dokushô Villalba le debemos en España el gran regalo que es el zen de Dôgen -maestro fundador de la escuela Soto japonesa - que nos trajo del país del Sol naciente tal como le fue transmitido por sus maestros, en toda su viveza y sencillez. Durante más de veinticinco años ha estado abriendo los brazos a todo peregrino desde el corazón mismo del monte, en el templo Luz serena. Tampoco ha faltado su inequívoca presencia como conferenciante en muy diversos foros, así como, de vez en cuando, en los medios de comunicación. En los últimos tiempos, además, asistido por las nuevas posibilidades tecnológicas, mantiene un blog donde cualquier persona interesada en el conocimiento de sí misma puede encontrar una fuente siempre renovada de enseñanzas a través de los registros de audio y video que en él se ofrecen de manera totalmente gratuita. Dokushô dirige también una colección de libros -en la editorial Miraguano- que ha publicado ya muchos de los grandes textos de la tradición zen, y siempre en traducciones cuidadas al detalle y provistas de prólogos y notas esclarecedoras. Viendo la ingente actividad que este hombre es capaz de desplegar y promover, los que confunden la vida contemplativa con la pasividad tienen donde romperse los cuernos, ya que la vida contemplativa, como ha mostrado nuestro amigo, es la vida entregada a la auténtica acción, la de la totalidad en nosotros; entonces no falta la energía necesaria. Os recomiendo que os deis un paseo por su blog, que no os aburrirá. La tele cansa, engaña, aboba, mata; ¿por qué no dedicar unos minutos a escuchar la palabra de un hombre que ha mirado dentro de sí, dentro de su naturaleza original? No hay aventura más hermosa. Mucho he disfrutado y aprendido de sus enseñanzas, y la gratitud verdadera es algo que da gusto expresar cuando llega la ocasión. Me regala la vida el honor de hacerlo aquí y ahora, en el presente vivo.

Muchas cosas podría decir hoy aquí acerca del maestro Dokushô, y del propio zen, sin dar con ninguna que me dejara completamente satisfecho. Eso es lo que ocurre cuando uno intenta hablar de los asuntos por los que siente un afecto inexplicable. Por tanto, y asumiendo el compromiso de la brevedad, empezaré por situaros en el contexto de la charla de hoy, para terminar con algunas anécdotas clásicas que quizá arrojen algo de luz sobre la naturaleza del zen, así como del maestro que lo ha hecho suyo y se goza en desvelarlo a sus iguales. Puro amor y sabiduría son sinónimos.

Dokushô, que vive en mitad de la naturaleza, casi casi en la tierra pura, ha tenido la gentileza de venir a compartir con nosotros su particular vivencia de unidad con ella, la cual tiene como base su profunda comprensión del zen, en cuya pintura y literatura ha desempeñado un papel de primer orden. Desde su conocimiento de esta gran tradición cultural, nos acercará también, aunque sea en unas pocas pinceladas, a la pintura sumi-e, que ha celebrado valles, ríos, montañas y criaturas con intensísima delicadeza. Si bien en todos los libros de Dokushô se termina por respirar, aquí y allá, el hálito puro de las cumbres y se va adueñando del lector el silencio vibrante de los espacios abiertos, a los que sintáis un especial afecto por la naturaleza y queráis vivirla más enteramente, para así viviros en plenitud, me permito recomendaros uno de sus libros más recientes: El cuerpo real, donde el prosista práctico, preciso y eficaz que suele ser nuestro amigo se encuentra felizmente con el poeta, con el artista que también es. Otra prueba de su amor por la madre naturaleza -que poco tiene que ver con lo que entendemos por paisaje, sino que es lo que nos constituye- la encontramos en su poesía escrita en verso, sobre todo en sus poemas más breves y en sus libros de haikus; así como en su vocación de fotógrafo, que se encuentra con la realidad infinita del tallo y de la piedra, del pájaro en la rama. Pero será hoy la poesía, esa amorosa mirada sin dueño, la que lleve la voz cantante.

Entre otras verdades del corazón, a Dokushô y a mí nos une el hecho de ser dos de los pocos poetas meones que conozco, pues los dos tenemos un poema homenaje a la gran meada cósmica que uno echa en mitad del campo, entre el cielo y la tierra, como si tal cosa, pero qué a gusto. Su poema ocurre bajo la clara luz de la luna; y el mío bajo la luz clara del sol. Y tengo para mí que quien todavía encuentra una pregunta que hacerse o sostiene una duda es que no ha meado nunca en mitad del monte como Dios manda, o sea, atendiendo a lo que es y a lo que hace, porque lo que uno hace es justo lo que está haciendo y no otra cosa, y lo que uno es difícilmente puede resultar separado del chorro humeante que mana, de la tierra que recibe el cálido riego y del cielo que lo contempla. Así pues, le rogaré que lea ese hermosísimo poema, que he traído conmigo por si él no había pensado incluirlo en su selección. Y en fin, como también yo estoy, gracias a mi trabajo y a una casita que me presta para pasar la noche un buen amigo, casi la mitad de la semana en el monte, cuya voz llena de maestría se ha hecho sentir en mí desde hace casi catorce años, agradeciendo la invitación de Dokushô leeré algunos poemas breves en prosa en los que está presente mi deuda con tan piadosa y maltratada señora.

Bien, antes de concluir esta presentación, que he querido breve mordiéndome la lengua, puesto que yo he venido, como todos vosotros, a escuchar al maestro, a cuyo eco se acogerán los poemas que os he prometido de mi parte, me gustaría decir algunas palabra que quizá nos ayuden a situarnos en la posición del zen, y por tanto del maestro zen, para lo cual será necesario que abandonemos todas las posiciones de inmediato. La esencia del zen de Dôgen, cuya obra escrita es una cima de la literatura sapiencial, tanto por la profundidad de su visión como por la belleza de su forma, y del que el maestro Dokushô es fidedigno transmisor, quedó expresada de mil maneras en cada uno de los actos y palabras que constituyeron el testimonio de su vida. Aunque Dôgen insistió en subrayar que el auténtico zen es la práctica silenciosa del zazen shikantaza, que significa “sólo sentarse”, es decir, asentarse sobre el espíritu mushotoku, que a su vez significa hacerlo sin búsqueda de provecho ninguno, así sea de orden espiritual, ya que estamos todos sentados y sintiéndonos, y que no hay manera humana ni divina de ganar o perder nada, me permitiré hablar un poco más de la cuenta recordando dos frases de Dôgen en las que siento que encierra su sanadora vivencia de la realidad. Convendría antes señalar que un zazen con su puerta de entrada y de salida todavía no es el genuino zazen de los patriarcas. Zazen, entendido en su final y soberana holgura, no se parece para nada a ese lugar en que luchamos contra nuestros demonios para hallar una tregua temporal; es ese no-lugar donde todos los demonios quedan convertidos a la lúcida y serena realidad de zazen, cuya atemporalidad y ubicuidad se pone de manifiesto en cuanto aprendemos a desoír al intruso y a sentarnos en la evidencia. ¿La evidencia de qué, de qué se trata? Se trata, simple y llanamente, de ser la evidencia que somos aquí y ahora de cuerpo entero, de entero cosmos, podríamos decir haciendo un juego de palabras. Dôgen lo atrapa así sin dejarse atrapar: Los ojos son horizontales, la nariz vertical. El que eso ve, que es ver las cosas como son y no como le enseñó este mundo que eran, ya no conseguirá volver a engañarse a sí mismo. No es fácil, y a la vez es lo más sencillo, darse cuenta plenamente de que la nariz va de arriba abajo y los ojos de una parte a otra de la cara; para llegar a verlo se precisa dar un paso adelante desde la cima de un poste de cien metros de altura, lo que Dôgen llama: abandonar cuerpo y mente. Abandonar cuerpo y mente, con todo, no resulta tan complicado cuando uno comprende que no hay obstáculo que abandonar, puesto que cuerpo y mente, vividos en el eje de su transparencia, no son otra cosa que la plena constancia del Dharma cósmico en su manifestación inmaculada. Zazen es lo que la tradición japonesa denomina la conciencia hishiryo. “Más allá del pensamiento y del no-pensamiento”, aclaró el maestro Yakusan: el estado natural de quien toma el cuerpo sin supeditarlo a imágenes mentales. La naturaleza entera practica calladamente el zazen de los patriarcas y levanta testimonio incontestable. ¿Pero quién soy yo, que no lo he practicado con asiduidad en su dimensión formal, para hablar de zazen? Cuando empecé a leer en profundidad sobre la vivencia de zazen comprendí que, si bien yo no lo había practicado formalmente, zazen se estaba practicando en mí de continuo desde que vi con toda claridad lo que son pensamientos, opiniones, imágenes y sensaciones, es decir, las apariencias de la mente una, que permanece lúcida y vacía desde el principio sin origen. Zazen, hallado finalmente en sí, no es la práctica pautada de un yo, sino el modo natural en que la vida, la conciencia cósmica, se experimenta en cada experiencia sin quedarse atrapada en ninguna, trascendiéndose a sí misma en cualquiera de sus manifestaciones. Así, en otra parte me vi escribiendo: El amplio zazen de los Patriarcas no les pertenece de modo personal, puesto que no tiene comienzo y carece de fin y de fines; sin embargo, está fundamentando y bendiciendo el entero ámbito del ser desde esa toma de tierra del espíritu universal que se afianza en cada uno de esos hombres que se sientan, sin más, en el trono del pobre, en el yermo de la evidencia. Y el maestro Dokushô nos ha dejado escrita esta verdad: “Zazen es un acto de amor, el acto de amor por excelencia”.

Y ya que seguramente no hemos logrado aclararnos acerca de zazen mediante el uso de la palabra, me arriesgaré a sostener, para enredar un poco más, que un maestro zen es un hombre capaz del verdadero asombro. Y el que hace suyo este asombro siente que no hay cosa más hermosa en esta vida que su necesidad de compartirlo. Cuando el emperador le preguntó a Bodhidharma, primer patriarca de la China, quién era el que se dirigía a él negándole los méritos que pensaba haber acumulado construyendo templos por todo el país, el maestro le contestó sinceramente: No tengo ni la más remota idea. A este no alimentar ya ninguna idea sobre uno mismo, a este haberse sacado de una todas las espinas le llamo el verdadero asombro. Entonces se siente muy claramente, y se usa a placer, la absoluta libertad de tener unos ojos y unas narices en la cara. Esto es lo que viene enseñando el maestro Dokushô, de corazón a corazón, a quienes encuentran oídos.

Quisiera acabar recordando un mondo, un diálogo zen entre maestro y discípulo, que siempre me ha parecido especialmente esclarecedor, aunque todos los mondos que han quedado recogidos en esta singular tradición lo son a su peculiar manera. Veremos en él, de paso, que el zen nunca anda lejos del humor más radical, pues aquel que está dispuesto a reírse de sí mismo en cualquier circunstancia es un hombre libre. “¿Quién te ata, qué es lo que tanto te molesta?”, le contestaba otro maestro, dejándose ver en cueros vivos, a uno que preguntaba por la liberación. Pero lo que quería contaros es el caso de un monje que iba alardeando de su zen, hasta que uno de sus condiscípulos le señaló de pronto una piedra y le preguntó: “¿Qué es esto?”. El que se mostraba tan ufano no supo cómo responder y quedó avergonzado, así que, haciendo acopio de humildad, se dirigió al maestro para solicitar su ayuda. “¿Cuál es la verdad última del budismo?”, le espetó a bote pronto el maestro al verlo tan atribulado. “Que serenamente se desliza la luna sobre las aguas”, contestó de oídas aquel para salir del paso. “¡Qué vergüenza, así esperas tú librarte de nacimiento y muerte, diciendo esas bobadas!”, tronó el maestro indignado. La reprimenda surtió su efecto y el monje, humillado de nuevo, rogó al anciano que le ayudara a hacer la luz en su mente. “Pregúntame tú”, le invitó el maestro. Y cuando él le repitió la pregunta que le había sido hecha, el maestro contestó: “Que serenamente se desliza la luna sobre las aguas”. Aunque esta respuesta sólo puede penetrarse en toda su rotundidad a través del no-entendimiento, en ese instante atemporal en que el hombre da plenamente consigo sin saberse, me arriesgaré otra vez a parlotear. Mientras insistamos en preguntarle a los demás quién somos, la parrilla seguirá dando vueltas. Si nos ha sido posible preguntar acerca de nosotros mismos, ¿qué duda podría caber? Un maestro zen es alguien capaz de sostener a pie juntillas, sin un asomo de duda, tal respuesta.

Cuán diferente es la respuesta que surge en este otro y último caso que veremos ahora. Un monje, tras aceptar plenamente la palabra de su maestro, el cual sostenía que la mente es el Buda, se fue a vivir a una cabaña en un lugar apartado para seguir con la práctica de zazen. Pasaron unos años y el anciano envió a otro monje con el encargo de visitar al ermitaño y decirle de su parte lo siguiente: “Nuestro maestro afirma ahora: Ni mente ni Buda”. Sin pensarlo un segundo, el solitario respondió: “¡Ah!, ese viejo zorro. ¿No se cansará nunca de confundir a la buena gente?  Por lo que a mí respecta, la mente es el Buda, y no hay más que hablar”. Cuando el maestro fue informado de su actitud, dijo: “Este cofrade está bien cocido. No hay nada más que hacer por él”. ¿Comprendéis de qué se trata? Si uno no rompe la baraja de una vez para siempre, ¿quién lo hará por él? Esta certeza no es cuestión de palabras y ha trascendido todos los debates. La certeza final, ¿a quién o a qué podría referirse? Si a algo se refiriera, no sería ya dueña de sí misma. Auroral, innegable es su poderío, puesto que esa certeza carece de objeto, no contiende, y es como el agua que va borrando las huellas de toda impresión en la arena del alma. A su espejo se asoma el rompecabezas del pensamiento, y ella lava sus mil rostros con sólo acogerlo como es, puro y vacío.

Volvamos un momento, para finalizar, al primer mondo. Desde la posición en que responde el discípulo, lleno de la confusión que emana del egoísmo, esas palabras: “Que serenamente se desliza la luna sobre las aguas”, son una mentira apestosa. Desde la no-posición en que contesta el maestro son la simple certeza de la vida absoluta, la unidad del ser respondiéndose a sí misma. Todo queda dicho en esta chispa del maestro Ling Yüng: “Desde que vi la flor del durazno, no he vuelto a abrigar ninguna duda”, así de sencillo, y así de inobjetable. El pájaro vuela entonces sin dejar huellas, los ríos son límpidos, ligeros, y las montañas no menos elocuentes. De esa callada elocuencia de la madre naturaleza nos hablará hoy el amigo Dokushô, al que agradezco una vez más su humilde maestría, su infatigable entrega al bien común.

Vicente Gallego

Transcribo también uno de los poemas con que Vicente cerró la charla de Dokushô Villalba:



Bajo el azul del cielo, podar un pino, respirar en su ser el orden propio. Aprender a sentir dónde se estorba en su viaje de dura claridad, y aligerarlo de esa rama en limpio corte. Esta mañana transparente en que me entrego a él, un pino es todo lo que existe en este mundo, porque un pino es un pino a todas luces. Por su tronco bajan las aguas del deshielo, corren sonámbulos los niños, y se duermen los muertos en su copa cuando sale la luna. Fragante de resinas, entretejido de cigarras, despeinado por el rubio escobazo de la hora luminosa, tan a solas y nunca solitario, un pino irradia aquí, donde la vida.

 

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