El amor, como sucede con el tiempo, es una de esas cosas que, como decía San Agustín, todos creemos saber bien en que consisten mientras no se nos pida que las expliquemos. Y es que, en definitiva, el amor, el amor total, el verdadero, no puede explicarse, ya que es la explicación radical de todas las cosas, de cuanto somos y cuanto experimentamos. “Que el amor es lo único que hay, eso es cuanto sabemos del amor”, nos dejó escrito ese corazón amante que fue Emily Dickinson. El que ama con todo el corazón, ¿cómo va a pedir explicaciones? Ni a Dios ni a sus hermanos. El amor es la única inteligencia que resuelve toda duda y problema sin necesidad alguna de respuesta o solución. El amor, pues, no es otra cosa que el último regalo de la humildad; así como la humildad, por su parte, es el primer regalo del amor. El que ama y se rebaja está en su centro, en su morada y en su gozo. Y todo el que recoge o desparrama trabaja para él, porque el que ama nunca desea que las cosas y las gentes sean otra cosa que lo que son a cada paso. No hay otra posible omnipotencia. El hombre libre, el amoroso, abraza las cadenas de este mundo y convierte sus eslabones en un colchón de plumas. No hay otra posible libertad. Sólo el amor actúa, pues cualquier acto que no provenga de él carece de toda realidad al surgir su iniciativa de la ceguera de la ignorancia. El que no ama no conoce quién es él, y así ignora también quiénes son los otros. Desde de ahí, todos sus actos parten de un fantasma y tienen por objeto otra fantasmagoría. Por el contrario, el que ama, el que se conoce y reconoce en sí mismo a los otros, comprende y celebra que todos sus actos se reducen a uno solo, ya que el sujeto y el objeto de sus acciones se han fundido en una sola realidad incontestable, la del amor dándose a sí mismo a través de la alegría y del sufrimiento, de la vida y de la muerte.
Antonio Praena, contra lo que hoy es habitual, en la primera página de su hermoso libro titulado precisamente Actos de amor, cita las palabras sapienciales de Juan en su primera epístola: “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor”. Conocer a Dios, como bien sabe Antonio, él que ha consultado la soledad de los claustros y se ha vuelto hacia su fondo, no consiste sino en conocernos a nosotros mismos como una nada y menos que eso, puesto que la nada es algo aún y puede llamar a engaño. Así pues, no conocer a Dios, o por decirlo de otro modo, no amar al prójimo como a nosotros mismos, supone no haber llegado a la Vida, puesto que aquel que se ve separado de cualquiera de sus manifestaciones se ha separado de sí y se ha hecho reo de muerte, muerte a la belleza sin mácula que sólo aprecian los ojos puros, los que ven el resplandor de la unidad atravesando todas las sombras de la apariencia. Tomando la expresión de von Balthasar, el gran teólogo cristiano, Antonio escribe en el primer poema de su libro: “Amar y ser son actos coextensivos”. Entonces, ¿cómo dar cabal cuenta del amor si el amor, siendo idéntico al Ser, alienta y trabaja en lo invisible? Ahí sólo la poesía, el corazón del idioma, tiene la palabra; palabra que en este libro de Antonio encuentra su estirpe en la música; palabra musical porque discurre melodiosa, pero también porque su alma misma es el canto, la gratitud y la certeza. Estos tres son los dones del amor, amor que es Dios en acto puro, en su necesidad de darse en plenitud a cada uno de nosotros, para lo cual ha renunciado a ser esto o aquello y se goza de ser tal como es en cada una de sus personas, en el hombre, haciendo brillar el sol sobre justos e injustos.
Y a todos los abraza también la palabra de Antonio en este libro tan raro, raro porque no teme mostrar las llagas, las antorchas siempre temibles del sentimiento; raro porque afirma, en un tiempo donde sólo la duda tiene prestigio intelectual; raro con esa rareza que enaltece a la poesía verdadera. ¿No es ella misma un acto de amor, puesto que el poeta debe renunciar por completo a sí mismo, a sus razones y pensamientos, si quiere tener la más mínima oportunidad de escuchar su voz imprevisible, fulgurante? Escribe Antonio en un poema precisamente titulado Poética: “La parte más extraña en mi existencia / es esta parte misma que ahora exhalo. / Tan sólo al pronunciarla cobra vida. / Tan sólo sin mí mismo me define”. Y así, más adelante, en otro texto, dirá: “Nada debe el que canta permitirse / si no es acto de amor”. Acto, pues, de vaciamiento, de rendición al misterio vivo y propio de la palabra, porque toda palabra sincera es un eco del Verbo, de la inteligencia cósmica, del Ser en el que todos hallamos nuestro ser, y no por participación, sino en pura identidad lúcida y amante. ¿Cómo podría Dios entregársenos haciéndose de menos? Dios se nos entrega -conservando en nosotros toda su grandeza, que es la expresión de su perfecta humildad- al llevarnos a reconocer nuestra insignificancia. Únicamente cuando, como él, no pretendemos ser nada en concreto, podemos amar, asentir de corazón a los innumerables modos de ser en que se manifiesta lo Absoluto, porque ya no tenemos ninguna posición que defender. Es desde esta franqueza, tan radical como necesaria para la paz del espíritu, desde donde la palabra de Antonio descubre la pureza y la alegría de una vida que cualquiera hubiera tenido por paradigma del desastre; me refiero a la emocionante elegía que le dedica a un joven amigo adicto a la heroína y muerto prematuramente: “Yo quiero que descubras / en esa luz total que al fin todo lo explica, / que el llanto que se llora sobre el cuerpo de un hombre / engendra en el Edén arroyos de agua virgen / para aquellos que amamos en este valle oscuro. / Bebe en ellos, Javier, guerrero hermano mío. / Tú que estás en la vida, no te olvides de mí”.
¿Cómo es eso posible? ¿El muerto está en la vida? Esta discusión nos llevaría muy lejos y nunca llegaríamos a un acuerdo, pues no hay acuerdo posible sobre lo que sea la vida verdadera sino en el interior más desnudo del alma por ella iluminada. Y esa súbita iluminación de la naturaleza más profunda del alma humana, que la lleva a nacer en lo increado, ha sido el primer y último acto de Dios, que se entrega a nosotros sin salir de sí. Para el que esto siente y vive, no hay acto verdadero si no lo mueve ese impulso primordial. El acto verdadero, el acto de amor que canta Antonio con poca vergüenza y desusada intensidad, es siempre un sacrificio, un rendirle a la vida las que parecen nuestras iniciativas personales: “Y tú, cuando des una limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha”. Es difícil, al comentar estos versos, no aludir a lo esencial, y eso los honra.
Sí, este libro generoso de Antonio está lleno de gente, gente a la que su palabra, siempre precisa y apasionada, quiere tal y como es. Todos ellos están vivos, puesto que está llena de vida la palabra que los canta. El afecto es siempre realizador, inunda de realidad todo aquello que contempla, pues le concede la dignidad que merece y vierte en esa grata contemplación todo el asombro agradecido que lleva en sí. Sin embargo, por debajo del desfile de las gentes, vibra otro canto que lleva al libro a lo profundo, a la fuente de la que beben estos actos de amor, al interior recogimiento. Desde ahí es desde donde resplandece la verdad de los luminosos exteriores, de la piel y la carne de este mundo y de sus fascinantes criaturas. Hay que beber de esa fuente escondida para poder actuar en nombre del amor, para ser capaces, no sólo de entregar lo necesario, sino de darnos enteros en esa entrega.
Podría decirse mucho más de este libro raro que Antonio Praena nos regala, pero no seré yo el que siga demorando la escucha de sus poemas. Si acaso, y para sellar este testimonio de gratitud, os diré uno de sus versos, uno en el que, me parece, queda encerrada la esencia del verdadero acto de amor, que es rendición gozosa a la Verdad. Escribe Antonio, y todo el que se escuche en su simplicidad lo comprenderá más allá de toda duda, en la certeza humilde del corazón: “Buscaba soledad y he sido yo encontrado”.
Vicente Gallego