14/Mayo/2015
Cada
21 de septiembre se celebra el Día Internacional de la Paz, aprobado por La
Asamblea General de Naciones Unidas, con el fin de reforzar los ideales en busca
de una sociedad global pacífica; de reconocer
que
la paz no sólo es la ausencia de conflictos, sino que también requiere un
proceso positivo, dinámico y participativo en que se promueva el diálogo y se
solucionen los conflictos en un espíritu de entendimiento y cooperación mutuos,
y al mismo tiempo, reivindicar que el progreso hacia el pleno desarrollo de una
cultura de paz se logra por medio de valores, actitudes, comportamientos y
estilos de vida propicios para el fomento de la paz entre las personas, los
grupos y las naciones.
Pero
las cosas no son tan sencillas como celebrar un Día Internacional o escribir un
manifiesto.
Desde
que el hombre convive en sociedad su principal talón de Aquiles ha sido la
ausencia de paz. Y siglo tras siglo se buscan unas mínimas reglas de convivencia
que permitan que los seres humanos dejen de matar, de torturar, de violar o de
explotar a sus iguales.
Reivindicaba
Kant, defensor de la autonomía y la razón del ser humano, en su ensayo sobre la
paz perpetua, la necesidad de una estructura y un gobierno mundial capaces de
crear un proyecto jurídico que coloque la guerra como algo ilegal. Pero
más de dos siglos después, el proyecto de la paz perpetua sigue siendo un
desiderátum.
A
veces, la crueldad de nuestras sociedades es tanta y se expresa de forma tan
diversa, que se convierte en una rutina informativa, que resulta imposible
relatarla completa en un único sumario.
Guerras
como las de Afganistán, Siria, Irak, Gaza, Israel, Ucrania, Somalia, …; la
violencia del yihadismo que asesina rehenes de la forma más brutal; el rapto y
la violación de cientos de niñas en manos de fanáticos como Boko Haram; el
cementerio mediterráneo en las aguas de Lampedusa o la desesperación en las
vallas de Melilla; las catástrofes que nunca se solucionan como Haití, Burkina
Fasso o ahora el Nepal; los atentados contra la libertad de expresión
simbolizados en la revista francesa Charlie Hebdo y en muchos otros periodistas
o activistas desaparecidos y acallados brutalmente; gobiernos dictatoriales como
Corea del Norte o Guinea; la desaparición de los estudiantes mejicanos o el
feminicidio en Ciudad Juárez; el narcotráfico, la venta de armas o la venta de
menores y mujeres como objetos sexuales; la corrupción que se ha extendido por
sociedades democráticas de la mano de políticos sin escrúpulos como está
ocurriendo en nuestra tierra; y la desigualdad, esa desigualdad que crece de
forma dramática desahuciando familias o bajo la cruel cara del desempleo y la
marginación social.
Y,
cuando nos estremecemos ante el relato de los horrores y las crueldades que
cometemos contra nosotros mismos, resulta imposible pensar que seamos capaces
como especie de cuidar de los otros seres vivos que, aún careciendo de razón,
poseen sentimientos. O, que teniendo la ciencia y el conocimiento para proteger
nuestra Tierra, nuestro medio ambiente, nuestro hábitat, sigamos en una loca
carrera por hacer estallar nuestro planeta.
Vivimos
en un mundo lleno de violencia, pero no podemos cerrar los ojos, ni mirar hacia
otro lado, porque sólo conociéndola, siendo consciente de lo que existe en
nuestras calles, podremos dar pasos, pequeños pero firmes, para cambiar.
Me
resisto a aceptar que la violencia, que la perversión, que el fanatismo sea
parte del adn del ser humano, Por
eso, quiero agarrarme con fuerza a quienes, pese a dejarse la vida, sobreviven
eternamente como imprescindibles.
Quiero
que tengamos la misma convicción en la naturaleza humana como Nelson Mandela,
quien dijo con firmeza, que “nadie nace odiando a otra persona a causa del color
de su piel, origen o religión. La gente aprende a odiar, y puesto que eso es
posible, también lo es que aprendan a amar, algo que es mucho más natural para
el corazón humano”.
Que
tengamos el camino definido defendiendo, con la voz alta, como Martin Luther
King, que «la
verdadera paz no es simplemente la ausencia de tensión: es la presencia de
justicia»[]
Y
que convirtamos este acto poético y cultural, donde el arte y la palabra son
nuestras herramientas de combate, en la defensa de la no violencia contra la
violencia, de la paz en busca de la paz, como Mahatma Gandhi supo entender que
"Lo
más atroz de las cosas malas de la gente mala es el silencio de la gente buena."
Por
eso, ni hoy, ni mañana ni pasado mañana, podemos quedarnos
callados.
Como
dijo Blas de Otero, “yo doy todos mis versos por un hombre en paz. Aquí tenéis
en carne y hueso, mi última voluntad”.
Mi
enhorabuena a todos y todas los que habéis contribuido a hacer posible este
pacífico grito de Libertad.
ANA
NOGUERA