miércoles, 12 de diciembre de 2012

Exposición de Rafael Correcher en "Jornadas sobre la muerte en la SGAE"


 
 
MIGUEL HERNÁNDEZ: AMOR, SOLIDARIDAD Y TRASCENDENCIA.

 

Nos dice Wislawa Szymborska, en sus palabras pronunciadas al recibir el premio Nobel de Literatura, que en un discurso lo más difícil es la primera frase.
Ya he dejado atrás mi primera frase, pero presiento que también las siguientes serán difíciles, la tercera, la sexta, la décima, así hasta la última, porque tengo que hablar de poesía, pero también de un hombre extraordinario: de un compromiso de amor, solidaridad y trascendencia.
Escribir este pequeño ensayo queriendo dar una visión de su vida, tan alegre en ocasiones pero tan dolorosa en otras, e intentar hacerlo en tan corto espacio de tiempo se me antojaba una tarea muy complicada.

Tenía, he tenido la sensación durante estos días, de querer hablar, de querer escribir tantas cosas de mi poeta, que los argumentos y las palabras se amontonaban unas sobre otras oscureciendo la luz que yo pretendía dar a este escrito.  

Entonces recordé unos versos que siempre han estado presentes para devolvernos la imagen de su lucha, de su corazón entregado a la adversidad,  al sufrimiento y al amor.

Ese “tanto penar para morirse uno” que hemos escuchado tantas veces en boca de amigos de nuestro entorno, quizás expresados de otra manera, pero con el mismo significado que tuvieron para Miguel; un hombre como los demás, con parecidas virtudes, con similares defectos. Con la misma necesidad de trascendencia a través de su materialidad finita, con la misma intención de formar y sentirse una parte más del mundo que le rodeaba.

Unos versos que se repiten atravesando el tiempo y que ya están presentes en  su admirado Góngora:

…no solo en plata o viola troncada

se vuelva, más tú y ello juntamente

en tierra, en humo, en polvo, en sombra, en nada.

 
Ese saber que estamos donde estamos para vivir, para construir un presente y un futuro universal.

Y por eso el poeta está siempre aquí, en ese punto trascendente, por ese empeño  de escapar al olvido y no desintegrarse sin más.

Esa perseverancia telúrica es necesaria para cumplir el ciclo de la vida. Así lo siente Miguel, de ahí la vigencia de su pensamiento poético, de su visibilidad y empatía con sus semejantes.

El poeta sabe de su debilidad, pero también de su fortaleza. Reconoce que todos llevamos tres heridas por las que sangramos.

Esa savia roja es la que va construyendo un camino, una razón de estar y un motivo para ser:

Me dejaré arrastrar hecho pedazos,

ya que así lo ordenan a mi vida

la sangre y su marea,

los cuerpos y mi estrella ensangrentada.

Seré una sola y dilatada herida,

hasta que dilatadamente sea

un cadáver de espuma: viento y nada.

No se puede hablar de Miguel Hernández sin sentirse identificado con este traqueteo sanguíneo, con este eco que nos devuelve una y otra vez toda la humanidad de sus versos, su alegría, el dolor de sentirse hombre, la luz y la sombra…

Precisamente, en 1960 escribía Antonio Buero Vallejo “Miguel era un hombre a caballo entre la alegría y el dolor, entre la luz y la sombra (...) Hay poemas suyos en los que las palabras alegría, luz, sombra, se reiteran constantemente. ¿Por qué? Porque Miguel era ya un gran poeta trágico […] Él conoció tempranamente, dada su extracción humilde, el dolor, y después tuvo sobradas ocasiones de conocerlo a fondo de manera desgarradora; pero él, como verdadero hombre trágico que era, quería a toda costa, denodadamente, alcanzar la alegría [...] Recuerdo cómo le gustaba cantar y hasta cómo nos canturreaba cosas divertidas y un tanto chocarreras en ocasiones; solía contar también chistes. Y es que este hombre extraordinario era también un hombre como cualquiera de nosotros.

Mi relación con la poesía empezó, precisamente, de la mano de Miguel Hernández. Yo debería tener por entonces trece años. Uno de mis profesores más jóvenes insistió en leernos algunos poemas de un libro de tapas de cartón de color rojo y con el dibujo del rostro de un hombre de aspecto juvenil en la portada, (un dibujo de Miguel realizado por Antonio Buero Vallejo en la prisión de la plaza del conde de Toreno, número 2 de Madrid).

Mi profesor nos explicó que aquel hombre había sido pastor de cabras, que había  luchado en la guerra defendiendo la legalidad de una Republica surgida de unas elecciones democráticas y que murió, muy joven, demasiado joven, en la cárcel, por defender la libertad, la cultura y la democracia.

Pero a pesar del sufrimiento acumulado, de contemplar la muerte tan cercana, yo sentía que en el corazón de aquel hombre no tenía cabida el odio cuando era capaz de escribir estos versos:

Sonreír con la alegre tristeza del olivo.

Esperar. No cansarse de esperar la alegría.

Sonriamos. Doremos la luz de cada día

en esta alegre y triste vanidad del ser vivo.

Recuerdo, a pesar del tiempo transcurrido, las sensaciones que muchos de aquellos poemas causaron en nosotros, frases que nos sobresaltaban y nos sorprendían por su rotundidad, por su crudeza, por su gesto tan honesto, por toda la vida que resonaba en nuestros oídos:

 

                                      Aquí estoy para vivir

                                      mientras el alma me suene,

                                      y aquí estoy para morir,

                                     cuando la hora me llegue.

                                     Varios tragos es la vida

                                     y un solo trago es la muerte.

 

Todavía hoy lo más atractivo de su poesía sigue siendo, quizás, su compromiso personal, social y político que trasciende los límites de su tiempo y de su entorno, la solidaridad que demostró con todos los que le rodeaban hasta en los peores momentos de su vida.

Sin embargo, fuera de ese entorno y una vez desaparezcan los sesgos de su contingencia política, Miguel Hernández continuará siendo leído, recitado y cantado por la profundidad de su voz poética.

No es necesario recurrir a los estudiosos de la obra de Miguel Hernández para concluir que los tres grandes temas de su poesía son los que él mismo declara en “Llegó con tres heridas”, poema perteneciente a Cancionero y romancero de ausencias:

          

           Llegó con tres heridas:

           la del amor,

           la de la muerte,

           la de la vida.

 

           Con tres heridas viene:

           la de la vida,

           la del amor,

           la de la muerte.

 

           Con tres heridas yo:

           la de la vida,

           la de la muerte,

           la del amor.

 

Sus primeros años de  vida en contacto con la naturaleza, una vida casi festiva, la curiosidad, el asombro, ese “ver las cosas como si fuera la primera vez” que sólo tienen los niños y los poetas. Después, en la juventud, el deslumbramiento del amor, correspondido, consumado, rechazado y de nuevo el amor como si fuera el primero, pero también llegarían las dificultades, las desgracias con el inicio de la guerra, la muerte próxima, la ausencia de los seres queridos, la muerte del hijo, la derrota y la cárcel.

 

Y el hombre vive para la poesía, al tiempo que la poesía es el indicador de los vaivenes de su humanidad, de su pasión, de su peripecia vital, de su obsesión poética:

 

“En mis años de poeta –afirma Pablo Neruda de Miguel Hernández en Confieso que he vivido-, y de poeta errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal”.

 

Miguel Hernández llenó de vida –también de muerte- el centro de su poesía. Y la vida y la muerte –lo sabemos- configuraron la indisoluble asociación de una biografía y de una producción literaria.

 

Los muertos, con un fuego congelado que abrasa,

laten junto a los vivos de una manera terca.

 

Todo lo que nace del corazón está condenado a vivir. Todo lo que nace del vivir está condenado a morir. Sabía que, en el fondo, nuestro mayor enemigo es el tiempo:

 

“Porque combato al tiempo y el tiempo me combate”

 

Pero, en contra de cualquier idea almibarada y nostálgica de la muerte, la poesía de Miguel Hernández, está llena de un vitalismo trágico en el que todo queda envuelto por un presentimiento funesto, por un fatalismo sobrecogedor:

 

 

Donde voy, con las mujeres

y con los hombres me encuentro,

malheridos por la ausencia

desgastados por el tiempo.

 

Su visión de la muerte no nos ahoga en la negación ni nos conduce a creencias del más allá, o del cielo. La visión de la muerte que nos transmite  alcanza a la prolongación del ser en la especie. Palabras como cementerio o huesos como símbolo de permanencia y constancia de la especie humana:

                  Para el hijo será la paz que estoy forjando.

                  Y al fin en un océano de irremediables huesos

                  tu corazón y el mío naufragarán, quedando

                  una mujer y un hombre gastados por los besos.

 

Incluso, en el dolor de los heridos, en ese otear la muerte, hay todavía una posibilidad de aferrarse a la vida, trágica vida pero vida al fin. El poeta vuelca entonces su mirada en la fuerza del corazón y en la esperanza:

Para vivir, con un pedazo basta:

en un rincón de carne cabe un hombre.

En su libro Los encuentros, Vicente Aleixandre hace la siguiente evocación del joven poeta:

Era puntual, con puntualidad que podríamos llamar del corazón. Quien lo necesitase a la hora del sufrimiento o de la tristeza, allí le encontraría, en el minuto justo. Silencioso entonces, daba bondad con compañía, y su palabra verdadera, a veces una sola, haría el clima fraterno, el aura entendedora sobre la que la cabeza dolorosa podría reposar, respirar. Él, rudo de cuerpo, poseía la infinita delicadeza de los que tienen el alma no sólo vidente, sino benevolente. Su planta en la tierra no era la de un árbol que da sombra y refresca. Porque su calidad humana podía más que todo su parentesco, tan hermoso como la naturaleza.

Un hombre entregado a la causa de la cultura y la educación del pueblo que tanto amaba: ”Hoy quiero abandonarme tratando con vosotros de la buena semilla de la tierra”.

Participó en las “misiones pedagógicas”, pero también leyó sus versos en el frente para levantar la moral de aquellos hombres que hablaban tan de cerca con la muerte.

Miguel no renunciaba a vivir la vida al máximo; conocía a los hombres y a las mujeres de su tiempo, de sus necesidades, porque en aquellos momentos estaba con ellos. Nunca daba la espalda a la realidad:

Conozco bien los caminos

conozco los caminantes

 

y ese conocimiento, esa entrega sólo por amor también está en su poesía, resuena como un cañonazo:

Sólo quién ama vuela

Antonio Bernabéu, uno de los compañeros de juventud del poeta dice de su amigo: “La carrera que él tenía era muy bonita: era el amor a los demás”

Como dice Vicente Aleixandre: Miguel, era confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos. No se le apago nunca, no ni en el último momento, esa luz que por encima de todo, trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos.

Tanto el hombre como el poeta sabían cuál era su posición en el momento histórico y así, queda reflejada esa pluralidad solidaria y trascendente:

 

Nosotros no podemos ser ellos, los de enfrente,

los que entienden la vida por un botín sangriento…

 

Pero el odio se atenúa siempre, le repugna todo aquel que se aprovecha de las circunstancias de la guerra pero también sabe que quiere ser hombre y no una fiera porque “el hombre es el primero de los conocimientos”.

Sufre en las prisiones: las cárceles se arrastran por la humedad del mundo y como hombre necesita la libertad: ser libre es una cosa que sólo un hombre sabe.

Amor, solidaridad y trascendencia en un hombre que sabe serlo, en un poeta que escribe:

Pintada, no vacía;

pintada está mi casa

del color de las grandes

pasiones y desgracias.

 

Miguel Hernández es una ciudad con una puerta a la aurora, otras más grandes a la tarde, y a la noche inmensa otra.

Es un universo y muchos: la luna, el toro, el viento, la tierra, la luz, la sombra, el amor, la muerte y la ausencia.

Pero siempre, infinitamente, un rayo que no cesa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario