MIGUEL
HERNÁNDEZ: AMOR, SOLIDARIDAD Y TRASCENDENCIA.
Nos
dice Wislawa Szymborska, en sus palabras pronunciadas al recibir el premio
Nobel de Literatura, que en un discurso lo más difícil es la primera
frase.
Ya
he dejado atrás mi primera frase, pero presiento que también las siguientes
serán difíciles, la tercera, la sexta, la décima, así hasta la última, porque
tengo que hablar de poesía, pero también de un hombre extraordinario: de un compromiso de amor, solidaridad y
trascendencia.
Escribir
este pequeño ensayo queriendo dar una visión de su vida, tan alegre en
ocasiones pero tan dolorosa en otras, e intentar hacerlo en tan corto espacio
de tiempo se me antojaba una tarea muy complicada.
Tenía,
he tenido la sensación durante estos días, de querer hablar, de querer escribir
tantas cosas de mi poeta, que los argumentos y las palabras se amontonaban unas
sobre otras oscureciendo la luz que yo pretendía dar a este escrito.
Entonces
recordé unos versos que siempre han estado presentes para devolvernos la imagen
de su lucha, de su corazón entregado a la adversidad, al sufrimiento y al amor.
Ese
“tanto
penar para morirse uno” que hemos escuchado tantas veces en boca de
amigos de nuestro entorno, quizás expresados de otra manera, pero con el mismo
significado que tuvieron para Miguel; un hombre como los demás, con parecidas
virtudes, con similares defectos. Con la misma necesidad de trascendencia a
través de su materialidad finita, con la misma intención de formar y sentirse una
parte más del mundo que le rodeaba.
Unos
versos que se repiten atravesando el tiempo y que ya están presentes en su admirado Góngora:
…no solo en
plata o viola troncada
se vuelva, más
tú y ello juntamente
en tierra, en
humo, en polvo, en sombra, en nada.
Y
por eso el poeta está siempre aquí, en ese punto trascendente, por ese empeño de escapar al olvido y no desintegrarse sin
más.
Esa
perseverancia telúrica es necesaria para cumplir el ciclo de la vida. Así lo
siente Miguel, de ahí la vigencia de su pensamiento poético, de su visibilidad
y empatía con sus semejantes.
El
poeta sabe de su debilidad, pero también de su fortaleza. Reconoce que todos
llevamos tres heridas por las que sangramos.
Esa
savia roja es la que va construyendo un camino, una razón de estar y un motivo
para ser:
Me dejaré
arrastrar hecho pedazos,
ya que así lo
ordenan a mi vida
la sangre y su
marea,
los cuerpos y mi
estrella ensangrentada.
Seré una sola y
dilatada herida,
hasta que
dilatadamente sea
un cadáver de
espuma: viento y nada.
No
se puede hablar de Miguel Hernández sin sentirse identificado con este
traqueteo sanguíneo, con este eco que nos devuelve una y otra vez toda la
humanidad de sus versos, su alegría, el dolor de sentirse hombre, la luz y la
sombra…
Precisamente,
en 1960 escribía Antonio Buero Vallejo “Miguel era un hombre a caballo
entre la alegría y el dolor, entre la luz y la sombra (...) Hay poemas suyos en
los que las palabras alegría, luz, sombra, se reiteran constantemente. ¿Por
qué? Porque Miguel era ya un gran poeta trágico […] Él conoció
tempranamente, dada su extracción humilde, el dolor, y después tuvo sobradas
ocasiones de conocerlo a fondo de manera desgarradora; pero él, como verdadero
hombre trágico que era, quería a toda costa, denodadamente, alcanzar la alegría
[...] Recuerdo cómo le gustaba cantar y hasta cómo nos canturreaba cosas
divertidas y un tanto chocarreras en ocasiones; solía contar también chistes. Y
es que este hombre extraordinario era también un hombre como
cualquiera de nosotros.
Mi
relación con la poesía empezó, precisamente, de la mano de Miguel Hernández. Yo
debería tener por entonces trece años. Uno de mis profesores más jóvenes
insistió en leernos algunos poemas de un libro de tapas de cartón de color rojo
y con el dibujo del rostro de un hombre de aspecto juvenil en la portada, (un
dibujo de Miguel realizado por Antonio Buero Vallejo en la prisión de la plaza
del conde de Toreno, número 2 de Madrid).
Mi
profesor nos explicó que aquel hombre había sido pastor de cabras, que
había luchado en la guerra defendiendo
la legalidad de una Republica surgida de unas elecciones democráticas y que
murió, muy joven, demasiado joven, en la cárcel, por defender la libertad, la
cultura y la democracia.
Pero
a pesar del sufrimiento acumulado, de contemplar la muerte tan cercana, yo
sentía que en el corazón de aquel hombre no tenía cabida el odio cuando era
capaz de escribir estos versos:
Sonreír con la
alegre tristeza del olivo.
Esperar. No
cansarse de esperar la alegría.
Sonriamos.
Doremos la luz de cada día
en esta alegre y
triste vanidad del ser vivo.
Recuerdo,
a pesar del tiempo transcurrido, las sensaciones que muchos de aquellos poemas causaron
en nosotros, frases que nos sobresaltaban y nos sorprendían por su rotundidad,
por su crudeza, por su gesto tan honesto, por toda la vida que resonaba en
nuestros oídos:
Aquí
estoy para vivir
mientras
el alma me suene,
y aquí
estoy para morir,
cuando la
hora me llegue.
Varios
tragos es la vida
y un solo
trago es la muerte.
Todavía
hoy lo más atractivo de su poesía sigue siendo, quizás, su compromiso personal,
social y político que trasciende los límites de su tiempo y de su entorno, la
solidaridad que demostró con todos los que le rodeaban hasta en los peores
momentos de su vida.
Sin
embargo, fuera de ese entorno y una vez desaparezcan los sesgos de su
contingencia política, Miguel Hernández continuará siendo leído, recitado y
cantado por la profundidad de su voz poética.
No es necesario recurrir a los estudiosos de la obra
de Miguel Hernández para concluir que los tres grandes temas de su poesía son
los que él mismo declara en “Llegó con tres heridas”, poema perteneciente a Cancionero y romancero de ausencias:
Llegó con tres heridas:
la del amor,
la de la
muerte,
la de la
vida.
Con tres
heridas viene:
la de la
vida,
la del amor,
la de la
muerte.
Con tres
heridas yo:
la de la
vida,
la de la
muerte,
la del amor.
Sus primeros años de vida en contacto con la naturaleza, una vida
casi festiva, la curiosidad, el asombro, ese “ver las cosas como si fuera la
primera vez” que sólo tienen los niños y los poetas. Después, en la juventud, el
deslumbramiento del amor, correspondido, consumado, rechazado y de nuevo el
amor como si fuera el primero, pero también llegarían las dificultades, las
desgracias con el inicio de la guerra, la muerte próxima, la ausencia de los
seres queridos, la muerte del hijo, la derrota y la cárcel.
Y el hombre vive para la poesía, al tiempo que la
poesía es el indicador de los vaivenes de su humanidad, de su pasión, de su peripecia
vital, de su obsesión poética:
“En mis años
de poeta –afirma Pablo Neruda de Miguel Hernández en Confieso que he vivido-, y
de poeta errante, puedo afirmar que la vida no me ha dado contemplar un
fenómeno igual de vocación y de eléctrica sabiduría verbal”.
Miguel Hernández llenó de vida –también de muerte- el
centro de su poesía. Y la vida y la muerte –lo sabemos- configuraron la
indisoluble asociación de una biografía y de una producción literaria.
Los muertos, con un fuego
congelado que abrasa,
laten junto a los vivos de
una manera terca.
Todo lo que nace del corazón está condenado a vivir.
Todo lo que nace del vivir está condenado a morir. Sabía que, en el fondo,
nuestro mayor enemigo es el tiempo:
“Porque combato al tiempo y
el tiempo me combate”
Pero, en contra de cualquier idea almibarada y
nostálgica de la muerte, la poesía de Miguel Hernández, está llena de un
vitalismo trágico en el que todo queda envuelto por un presentimiento funesto,
por un fatalismo sobrecogedor:
Donde voy, con las
mujeres
y con los hombres me
encuentro,
malheridos por la
ausencia
desgastados por el
tiempo.
Su
visión de la muerte no nos ahoga en la negación ni nos conduce a creencias del
más allá, o del cielo. La visión de la muerte que nos transmite alcanza a la prolongación del ser en la
especie. Palabras como cementerio o huesos como símbolo de permanencia y
constancia de la especie humana:
Para el hijo será la paz que
estoy forjando.
Y al fin en un océano de
irremediables huesos
tu corazón y el mío
naufragarán, quedando
una mujer y un hombre
gastados por los besos.
Incluso,
en el dolor de los heridos, en ese otear la muerte, hay todavía una posibilidad
de aferrarse a la vida, trágica vida pero vida al fin. El poeta vuelca entonces
su mirada en la fuerza del corazón y en la esperanza:
Para vivir, con un
pedazo basta:
en un rincón de carne
cabe un hombre.
En
su libro Los encuentros, Vicente Aleixandre hace la siguiente evocación
del joven poeta:
Era puntual, con puntualidad que
podríamos llamar del corazón. Quien lo necesitase a la hora del sufrimiento o
de la tristeza, allí le encontraría, en el minuto justo. Silencioso entonces,
daba bondad con compañía, y su palabra verdadera, a veces una sola, haría el
clima fraterno, el aura entendedora sobre la que la cabeza dolorosa podría
reposar, respirar. Él, rudo de cuerpo, poseía la infinita delicadeza de los que
tienen el alma no sólo vidente, sino benevolente. Su planta en la tierra no era
la de un árbol que da sombra y refresca. Porque su calidad humana podía más que
todo su parentesco, tan hermoso como la naturaleza.
Un
hombre entregado a la causa de la cultura y la educación del pueblo que tanto
amaba: ”Hoy quiero abandonarme tratando con vosotros de la buena semilla de la
tierra”.
Participó
en las “misiones pedagógicas”, pero también leyó sus versos en el frente para levantar
la moral de aquellos hombres que hablaban tan de cerca con la muerte.
Miguel
no renunciaba a vivir la vida al máximo; conocía a los hombres y a las mujeres
de su tiempo, de sus necesidades, porque en aquellos momentos estaba con ellos.
Nunca daba la espalda a la realidad:
Conozco bien los
caminos
conozco los
caminantes
y ese conocimiento, esa
entrega sólo por amor también está en su poesía, resuena como un cañonazo:
Sólo
quién ama vuela
Antonio
Bernabéu, uno de los compañeros de juventud del poeta dice de su amigo: “La
carrera que él tenía era muy bonita: era el amor a los demás”
Como
dice Vicente Aleixandre: Miguel, era
confiado y no aguardaba daño. Creía en los hombres y esperaba en ellos. No se
le apago nunca, no ni en el último momento, esa luz que por encima de todo,
trágicamente, le hizo morir con los ojos abiertos.
Tanto
el hombre como el poeta sabían cuál era su posición en el momento histórico y
así, queda reflejada esa pluralidad solidaria y trascendente:
Nosotros no
podemos ser ellos, los de enfrente,
los que
entienden la vida por un botín sangriento…
Pero
el odio se atenúa siempre, le repugna todo aquel que se aprovecha de las
circunstancias de la guerra pero también sabe que quiere ser hombre y no una
fiera porque “el hombre es el primero de los conocimientos”.
Sufre
en las prisiones: las cárceles se arrastran por la humedad del mundo y como
hombre necesita la libertad: ser libre es una cosa que sólo un hombre
sabe.
Amor,
solidaridad y trascendencia en un hombre que sabe serlo, en un poeta que
escribe:
Pintada, no vacía;
pintada está mi casa
del color de las
grandes
pasiones y desgracias.
Miguel
Hernández es una ciudad con una puerta a la aurora, otras más grandes a la
tarde, y a la noche inmensa otra.
Es
un universo y muchos: la luna, el toro, el viento, la tierra, la luz, la
sombra, el amor, la muerte y la ausencia.
Pero
siempre, infinitamente, un rayo que no cesa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario